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Foto del escritorPablo Vázquez

Nociones del apocalipsis



El desierto gana, en él leemos la amenaza absoluta, el poder de lo negativo, el símbolo del trabajo mortífero de los tiempos modernos hasta su término apocalíptico.

Gilles Lipovetsky. La era del vacío.


Durante estos meses me he arrastrado, cargando sobre mis hombros mi inadaptación al mundo. Alrededor sólo veo mediocridad y hasta la idea de salir me pone mal. ¿Para salir adónde? ¿Con quién?

Melissa P. Los cien golpes.


La imposibilidad de hablar con certeza y precisión del futuro no debe excusar el silencio

Alvin Toffler. El “shock” del futuro.



Érase una vez un dictador muy desdichado que soñaba con acabar con el mundo y luego suicidarse. Sus amigos le aconsejaron que obtendría mayores beneficios si lo hacía al revés. Y como el dictador, además de ser muy desdichado, era un hombre de lo más estúpido, les hizo caso. Así fue cómo el dictador murió y el mundo quedó a salvo.

Dos siglos después, hubo otro hombre malvado y quejicoso en un alto cargo, de nuevo obsesionado con acabar con el mundo y luego suicidarse. Pero en esta ocasión se trataba de un hombre más inteligente, además de poco dado a aceptar consejos, por lo que el mundo fue efectivamente destruido.

Una vez destruido el mundo, aquel hombre malvado y patético no tuvo necesidad de suicidarse. Se podía decir que había matado a dos pájaros de un tiro. ¡Qué dos pájaros! Se podía decir que había matado a todos los pájaros de un tiro. Una hermosa y devastadora explosión de color violeta dejó al mundo huérfano de pájaros.

Pasaron cuatro horas antes de un nuevo amanecer. Un mundo diferente con la forma y el tamaño de una mandarina. Realmente poca gente sabe que, una vez destruido, el mundo tarda cuatro horas en volver a nacer. Esto se debe a que el mundo no se destruye todos los días; de hecho, rara vez lo hace.

El siguiente amanecer tuvo lugar en un desierto en el que las montañas de arena parecían flanes. Un nuevo cielo y una tierra nueva; el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, como el mar, los pájaros y el resto de las criaturas. No era un desierto concreto, de esos que tienen un nombre y aparecen en los mapas de los libros de texto. Así que nosotros simplemente lo llamaremos Carlomagno. El siguiente amanecer tuvo lugar en Carlomagno. El sol se reflejaba en la arena y la arena en el sol, de modo que el gran astro parecía estar cubierto de granos. Los rayos cubrían de destellos las rocas y las piscinas. Porque había piscinas en aquel Carlomagno. Piscinas, toboganes, lagos, charcos, vasos y pequeñas gotas de saliva. El mundo iba a ser muy diferente a partir de ahora.

Las hermanas Doris vivían en una cabaña a la orilla de uno de estos lagos. Un lago artificial tamaño extra grande al que acudían a bañarse los turistas. Claro que cuando el mundo fue destruido, los turistas dejaron de acudir. Se podría hablar de un fracaso comercial o de una campaña de marketing sin público objetivo. Ciertos economistas se habrían referido al fenómeno como un nuevo paradigma.

Pero no olvidemos que todos los economistas habían perecido en la explosión que acabó con el Mundo Antiguo, a la que llamaremos Hecatombe Universal. Y cuando el mundo, a las cuatro horas, fue creado de nuevo, una de las condiciones impuestas fue que no volvieran a existir los economistas.


He aquí algunas características del mundo recién creado:

El Nuevo Mundo, a grandes rasgos, contará con los mismos problemas que el Mundo Antiguo, exceptuando el problema de la superpoblación. Por tanto, podrá decirse que algo habríamos ganado con la Hecatombe Universal.

La expresión Hecatombe Universal será sustituida, lo antes posible, por la expresión H.U. con el objetivo de ganar tiempo.

En el Nuevo Mundo, los cajeros automáticos estarán capacitados para dispensar billetes de treinta y tres euros, lo que supondrá otra importante mejora con respecto al pasado.

Los billetes de treinta y tres euros pasarán a llamarse llanamente “billetes”.

El tiempo se medirá en unidades especiales y pasará a ser el valor más preciado. Muchas empresas pagarán en tiempo. Habrá millonarios de tiempo y hombres en bancarrota temporal y en suspensión de horas. La muerte será entendida como una sobredosis de tiempo (y su condolencia se reflejará en el sabio refrán popular “La avaricia rompe el saco”).

Los refranes del Mundo Antiguo caerán en desuso, con excepción de “La avaricia rompe el saco”, que será repetido constantemente por el vulgo, que no tendrá demasiado claro su significado, y se usará indistintamente para explicar la muerte, el clima, el desamor, la enfermedad y el odio hacia los que sean diferentes.

La expresión “el vulgo” tampoco tendrá un significado concreto y será considerada como un refrán o, en algunas culturas, como una parábola.

La edad media para conducir será de catorce octavos.

Todos los hombres estarán obligados a aprender a multiplicar antes de enamorarse.

La palabra viceversa será usada en lugar de la palabra etcétera. Y etcétera.

Los alquimistas pasarán a formar parte de los puestos más altos de la pirámide social.

La expresión “pirámide social” carecerá de sentido.

El color rojo quedará desterrado de los almanaques. El color verde se usará únicamente para describir estados de ánimo. Al cerrar los ojos, en lugar de verlo todo negro, veremos todo azul celeste. El color del cielo será morado tirando a violeta. La expresión “morado tirando a violeta” sólo podrá usarse para describir el color del cielo.

La expresión “rosa tirando a rojo” pasará a ser un cultismo.

Al pensar en la nada, todos pensaremos en algo de color rojo, y no en el color blanco.

Los niños no aprenderán a hablar hasta los nueve años. Algunos de ellos dominarán la retórica antes de aprender a hablar y nadie lo encontrará extraño.

La muerte dejará de ser un misterio. Cada ser humano podrá elegir el día de su muerte, con la excepción de la muerte por sobredosis de tiempo. Los más afortunados podrán elegir no nacer si así lo desean. Los días más solicitados para morir serán los lunes y los miércoles, justo antes de la siesta.

Las horas de sueño mínimas para un buen funcionamiento del organismo oscilarán entre una y trescientas veinte.

El día dejará de tener, por tanto, veinticuatro horas. En el Nuevo Mundo, los días tendrán una o trescientas veinte horas. Habrá días muy largos y días muy cortos. No estará mal visto quedarse durmiendo todo el día ni estar un día entero sin dormir. La expresión “Depende del día” adquirirá un nuevo significado.

El equivalente a la Biblia será el libro de Irving Wallace Los siete minutos. El equivalente al Corán será el libro Pregúntale a Alicia. Diario íntimo de una joven drogada. Los defensores de uno y otro libro se odiarán a muerte y teñirán la tierra y los mares de rojo sangre durante siglos.

El problema del dinero desaparecerá gracias a la feliz aparición de los nuevos cajeros, puesto que la avaricia rompe el saco. Habrá que inventar una ley física que explique que gracias a los billetes de treinta y tres euros todo el mundo pasará a tener dinero.

Las personas encargadas de inventar esta clase de leyes en ningún caso serán llamados economistas.

Las leyes físicas y económicas se inventarán para favorecer determinados hechos, y no únicamente pare explicarlos.

Las fórmulas aritméticas se convertirán en la forma más efectiva de iniciar una conversación con el sexo opuesto.

El lenguaje sufrirá cambios, pero dichos cambios sólo quedarán reflejados en las expresiones más cotidianas y banales. La expresión “pasar una noche loca” equivaldrá a lo que en el mundo anterior se conocía como “crear una empresa propia”. Y etcétera.

Los libros de Jorge Luis Borges habrán sobrevivido al Mundo Antiguo y mantendrán su estatus de sinónimos de alta cultura. Los eruditos mitificarán su obra, en especial los títulos Nacida inocente, Manual de caza y pesca para chicas, Muertos o algo mejor, Ya soy famoso ¿y ahora qué?, La máquina del amor, El año que trafiqué con mujeres y El postporno era eso.

Con ánimo de dirimir los ridículos conflictos derivados de Babel, sólo habrá un idioma universal, basado en el sistema de medición decimal. El resto de los idiomas, dialectos y jergas desaparecerá, incluyendo las lenguas muertas y los códigos informáticos.

El día que los ordenadores sean capaces de pensar por sí mismos, serán destruidos.

El día que los seres humanos comiencen a pensar como ordenadores, los ordenadores también serán destruidos.

Exactamente lo mismo se aplicará a la electricidad, los fenómenos meteorológicos, el estudio de la historia o los vehículos de expresión artística.

La ley será, asimismo, universal, aunque cada país tendrá la opción de rechazar esta ley universal y construir una propia. Los países cuyas leyes difieran sustancialmente podrán enfrentarse.

La guerra dejará de ser un conflicto para convertirse, simplemente, en una competición.

Los poetas serán encarcelados antes de que puedan aprender a usar el color azul como metáfora de la tristeza.

Si un hombre diera muestras del mínimo indicio de convertirse en un escéptico, rápidamente se le mandará a otro país. Si dicho país no quisiera tampoco a ese hombre en sus dominios, tendría la obligación de mandarlo a otro y así sucesivamente. De esta forma quedarán asegurados por inercia los enfrentamientos diplomáticos y las guerras, lo que conseguiría mantener a raya el problema de la superpoblación.

La expresión “así sucesivamente” quedará convertida en algo así como una utopía.

Las faltas de ortografía serán vistas como una forma de distinción propia de las clases altas.

Los animales de compañía sólo podrán formar parte del núcleo familiar varios meses después de su fallecimiento. La expresión “animales de compañía” será sustituida por la más adecuada “animales fallecidos en el pasado”. Se admitirán todos con la excepción del lagarto y el rinoceronte, por problemas de espacio, y el gaepardo, por problemas de tiempo.

Las mujeres con el don de introducir numerosas vocales en sus diálogos serán consideradas por el sexo opuesto como irresistiblemente atractivas.

El período de formación será obligatorio, pero no tendrá lugar hasta que cada ser humano haya vivido al menos tres cuartas partes de su vida. Así, los futuros suicidas o los afectados por enfermedades terminales serían los únicos que contarán con el privilegio de recibir educación durante sus años de infancia y adolescencia.

El tagline español de la película de Jorg Buttgereit El rey de la muerte (Der Todesking, 1990) –“La semana tiene siete suici-días”- será considerado como el epítome del humor inteligente.

Prensa, radio, televisión e Internet quedarán sepultados bajo los escombros del Mundo Antiguo. El único medio de información y comunicación que sobrevivirá a la H.U. será el cine. El correo electrónico será considerado como un mito, a la altura del Abominable Hombre de las Nieves o la clonación de seres humanos.

La expresión “El Mundo Antiguo era mejor que el Nuevo Mundo” será sustituida por “El Nuevo Mundo es indudablemente mejor que el Mundo Antiguo”, o su variante en las capas más bajas de la sociedad “No tengo ni idea de lo que es el Mundo Antiguo”.

Para una correcta marcha de la sociedad, las mujeres habrán de tener los ojos tristes y verdes y todo el mundo, con independencia de su sexo o edad, deberá llevar camisetas con una frase divertida.

Ejemplos de frases divertidas para una camiseta:


El Nuevo Mundo es Más.

El Nuevo Mundo es Nuevo.

No tengo ni idea de lo que es el Mundo Antiguo.



La pequeña Shirley, casi recortada a la fuerza, o casi más difuminada que recortada, aunque también rechoncha, comestible y mofletuda hasta el empacho, creyó ser la única superviviente de la civilización destruida. Se equivocaba (claro), porque como nosotros ya sabemos, también andaban por allí esas adorables moscas zumbonas a las que hemos tenido el detalle de llamar hermanas Doris. Una vez pudo erguirse sobre sus propios pies, la niña comprobó cómo se extendía frente a sus ojos un universo desolado y triste, desdoblado en su tristeza y trasquilado en su desolación, recorrido de punta a punta por briznas de serrín húmedo y capuchas mordisqueadas de viejos rotuladores. En la distancia podía escuchar el eco de las señales de una emisora de radio desconocida. La pequeña Shirley, con una cabeza nimbada de rizos en forma de corona de espinas, las espinas incrustadas en cada cabello como tridentes de luz llorona, fue avanzando por el desierto, perdón, por Carlomagno, dispersando sus huellas por un suelo que al principio parecía ser de arena, luego de tierra, luego de barro y finalmente de hierba achicharrada. Mientras deambulaba con asombro por estos parajes, las señales retumbaban en su cabeza a modo de estentóreos graznidos. Es cierto que las emisoras de radio son las más adecuadas portadoras del Apocalipsis, si hemos de hacer caso a los cómics, a las novelas y a las películas de ciencia ficción. Pero igualmente cierto es que si partimos de tamañas varas para medir la realidad, en cualquier momento podía surgir un monstruo de tres cabezas de entre las montañas y la pequeña Shirley rompería a llorar y yo pararía de escribir y zanjaríamos la historia en este punto tan confuso.

La primavera era incompatible con el Nuevo Mundo. Principalmente porque hacía un calor de muerte.

Pero la pequeña Shirley sentía muy dentro de sí una misteriosa fuerza que constreñía su pecho y la dejaba sin aire. Una fuerza capaz de convertir sus pecas en hormigas rosas, y de proporcionarle más pena y ahogo cuanto más contenta estaba, una letanía de voces y golpes, tan esquiva como viscosa y tentacular, que la convertía en un muñón rampante y en un grano de arena, y que la forzaba a escupir horrores y cuevas y parques, como si expulsara sus demonios en forma de toses o esputos, cuando sólo deseaba llorar en silencio, todo lo más algún que otro suspiro lastimoso, o gritar hasta desgañitarse.

Las hermanas Doris se necesitaban la una a la otra. Se habían acostumbrado a la compañía y a estas alturas no estaban dispuestas a aprender a vivir de otra manera. Antes de la H.U., cada mañana contemplaban el amanecer junto al lago, embelesadas ante el milagro de la siempre altiva y feroz naturaleza. Hablaban de sus cosas y se cogían de la mano, como las parejas de enamorados en las novelas de tapa dura. Antes de la H.U., todos sus conocidos también las amaban a ellas con una fuerza sobrecogedora. Es una lástima que las hermanas Doris sólo conocieran a una persona, pero esta las amaba con toda la fuerza de su corazón. Como esta persona pereciera en la H.U., las hermanas Doris se habían quedado más solas que un pobre vagabundo y sin nadie que pudiera amarlas hasta la asfixia. De cualquier modo, entre ellas, hablaban sobre la magia de los libros, que era un tema de conversación que ambas encontraban apasionante, pues disponían de mucho tiempo para leer y comentar sus lecturas. A la primera hermana Doris le gustaba sobre todo Carson McCullers y de esta, principalmente, El corazón es un cazador solitario. En su juventud había intentado escribir una novela parecida, con el mismo argumento pero situada en el lago, que había titulado El corazón es un nadador solitario. Pero había sido un fracaso, como casi todas las primeras novelas escritas por gente sin ningún talento.

A la segunda hermana Doris también le apasionaba Carson McCullers y en especial El corazón es un cazador solitario. La verdad sea dicha, esta segunda hermana copiaba prácticamente todo de la primera. Una de aquellas tardes, las dos hermanas decidieron que no era mala idea imitar durante algunos días a los dos sordomudos protagonistas de la novela más prestigiosa de su escritora favorita. Así empezaron, y como ninguna de las dos pudo hablar para sugerir el final del juego, transcurrieron tres años sin dirigirse la palabra. Seguidamente el mundo fue destruido y, cuatro horas más tarde, volvió a amanecer. Las dos hermanas se miraron, conscientes de que ninguna de las dos era una única superviviente, y sus miradas temerosas reflejaron que no había razón alguna para dar por concluido su pasatiempo.

Después de deambular patizamba a través de dunas, selvas, cementerios y montañas de sal, la pequeña Shirley vino a dar de frente con una máquina de bebidas refrescantes. La muchachita, cuyas pecas se habían inflamado e hinchado de pura felicidad, se colocó frente a ella, hurgó con apremio en sus bolsillos e introdujo una moneda descascarillada en la ranura de la máquina. El premio fue una lata de té helado, que cayó sobre la tierra mojada como un muerto al mar.

El té helado bajó heladamente por la garganta de Shirley e hizo burbujas al entrar en contacto con su estómago. Un pequeño eructo echó de su cuerpo a un nuevo demonio con un enorme rabo y un pene en forma de tridente.

¡Las burbujas parecían tan diferentes en el Nuevo Mundo!

Una vez decidida a emprender de nuevo el paso, una sombra detuvo a la pequeña Shirley. Era la sombra de un vaquero. El vaquero tenía el perfil de un hombre taciturno y tranquilo, llevaba unos pantalones ajustados, un sombrero crema con una cinta marrón oscuro y mascaba tabaco. Al verla escupió el tabaco sobre la tierra blanda y torció la boca. El sol, a su espalda, lograba que su sombra pareciera la de un gigante. La pequeña Shirley se dio cuenta entonces de que no era la única superviviente, es más, aquel Nuevo Mundo parecía aun más poblado que el anterior.

El Apocalipsis hace extraños compañeros de cama. La pequeña Shirley, con las pecas ya derretidas deslizándose por sus mejillas, y el vaquero avanzaron por Carlomangno cogidos de la mano. Bueno, más bien, el vaquero prendía la mano de la pequeña Shirley y ella trataba de zafarse a toda costa.

Antes de esto, se habían presentado.

-¿Cómo te llamas, pequeña?

-Puedes llamarme la pequeña Shirley. Parece un nombre simbólico pero yo lo encuentro simpático.

-Está bien. Yo soy El Vaquero. Y quiero que me llames El Vaquero a partir de ahora. Pero con la E y la V mayúsculas. ¿Lo harás?

-De acuerdo, El Vaquero.

Los dos nuevos compañeros penetraron en una nueva zona arenosa, escalaron una duna y luego se dejaron caer por ella. Al llegar abajo, El Vaquero hizo una referencia a la situación del planeta.

-Esto está muy jodido -dijo El Vaquero.

-Ajá -respondió la pequeña.

Más tarde, encontraron un pequeño oasis con unas palmeras y un helador. Sacaron del helador dos botellines de cerveza, pero enseguida se dieron cuenta de que no podían abrirlas. El Vaquero golpeó el gollete de uno de los botellines contra el filo del helador y bebió del recipiente roto. La pequeña Shirley prefirió aguantar con el gaznate seco y rechazó la invitación. Descansaron un poco y siguieron caminando. Entonces El Vaquero dijo al fin:

-Creo que me he cortado.

No era mentira. Llevaba varios minutos escupiendo sangre. Entonces la pequeña respondió:

-Ajá.

Caminaron durante unas cuantas horas más y luego se detuvieron a descansar de nuevo, esta vez debajo de una palmera. El Vaquero se durmió enseguida, pero la pequeña Shirley tardó bastante tiempo en conciliar el sueño porque cuando cerraba los ojos veía imágenes horrorosas, como soldados que cantaban en chino y untaban de ceniza enormes rebanadas de pan. Cuando se despertó, había transcurrido mucho tiempo, el sol estaba en lo alto y El Vaquero no se movía.

Entonces comprendió que tendría que continuar el viaje sola.

Escaló y descendió cinco o seis dunas, con los pies doloridos y la lengua fuera. Volvía a tener una sed devastadora. Justo en el momento en que estaba a punto de dejarse vencer por el cansancio, notó que una mano tocaba su hombro. Era el espíritu de El Vaquero.

-Hola, pequeña. No te detengas ahora. Dentro de siete dunas encontrarás la cabaña de las hermanas Doris.

La niña ni se inmutó, únicamente se limitó a preguntar:

-¿Quién eres?

-Soy el Espíritu del Vaquero y vengo del Más Allá –dijo el Espíritu del Vaquero.

-¿Hay agua o té helado en el Más Allá?

El Espíritu del Vaquero no sólo asintió con la cabeza sino que también desapareció y en apenas unos segundos regresó del Más Allá con una botella de agua fresquita de la marca Evian. La pequeña se la bebió de un trago, y luego de eructar, se limpió los labios con la parte venosa de su muñeca.

El Espíritu del Vaquero sonrió a la niña y esta le devolvió la sonrisa en señal de sincero agradecimiento. Se estaban empezando a hacer amigos.

Las hermanas Doris escucharon unos ruidos y salieron de la cabaña a ver qué ocurría. Ambas tenían la esperanza de encontrar una barcaza con provisiones y marineros fornidos que las cubrieran de pétalos y besos mientras entonaban canciones del mar con estribillos pegadizos. Pero en su lugar lo único que vieron fue a aquella niña rechoncha y mofletuda y al Espíritu del Vaquero. Perdón: al Espíritu del Vaquero ni siquiera pudieron verlo. La primera hermana Doris frunció el ceño y la segunda hermana Doris copió aquel gesto tan rápido como pudo. Así que optaron por no dirigirles la palabra, aunque tampoco habrían podido hacerlo si lo hubieran querido, pues ninguna de las dos había marcado el final del juego. A ninguna le hacía gracia la existencia de más supervivientes; ya se habían hecho a la idea de que eran las únicas, y aunque no tuvieran más remedio que compartir ese privilegio, no querían que a la merienda se apuntaran desconocidos. Nadie iba a irrumpir en su casa para arrancarles las medallas del pecho, incluso cuando esas medallas fuesen de aire o de chocolate.

Así que las dos hermanas se sentaron a la orilla del lago, como hacían siempre, ignorando la presencia de sus visitantes, que aprovecharon el momento para darse un buen chapuzón, después de contemplar a las hermanas como quien ve llover y encogerse de hombros. Al tiempo que la pequeña Shirley se bañaba desnuda, el Espíritu del Vaquero chapoteaba como un niño hiperactivo a su alrededor. El sol emergió de entre las dunas y se ocultó como un conejo unas cuantas veces mientras reían y jugaban a salpicarse.

El Nuevo Mundo debía por fuerza tener nuevas reglas, una nueva ley, una nueva religión y todas esas pequeñas cosas que tienen los mundos para funcionar y avanzar echando humo como las locomotoras antiguas. La pequeña Shirley era consciente de todo esto. Entendía la responsabilidad que se cernía sobre ella de la misma forma que entendía por qué las nubes flotaban o por qué las lágrimas no salían disparadas hacia arriba.

Mientras salían del agua, se secaban con unos toallones y volvían a ponerse sus ropas, el sol volvió a salir unas quince veces y la luna aproximadamente cuatro. Cuando una línea de estrellas que formaba en el cielo el perfil de Tallulah Bankhead empezó a caer sobre las montañas como un chaparrón de granizo, el Espíritu del Vaquero le confesó a la niña:

-Definitivamente, este mundo se está volviendo un poco loco.

Pasaron unas horas y a la pequeña Shirley le sobrevino un ataque de hambre, un hambre atroz que mordisqueaba su estómago tanto o más que sus propios demonios, por lo que no se lo pensó dos veces e invadió el interior de la cabaña en compañía del Espíritu del Vaquero. Las hermanas Doris ni se inmutaron. A los dos minutos, la niña volvió a cruzar la puerta con una raja de sandía, un paquete de garbanzos, dos cigarrillos y un ejemplar de El corazón es un corazón solitario, de Carson McCullers.

Como el Espíritu del Vaquero ya la aburría, se comió los garbanzos crudos, se fumó los cigarros y dio buena cuenta de la raja de sandía, no tuvo otro remedio que sentarse en la orilla, los pies en remojo, y comenzar a leer el libro. Tardó unas doce horas en terminar de leerlo y una vez lo hizo notó que volvía a tener hambre, así que se marchó a dar una vuelta con la intención de encontrar más provisiones. En la cabaña había varios armarios que probablemente contuvieran comida, pero todos estaban cerrados bajo llave.

El Espíritu del Vaquero se quedó mirando el lago y a la curiosa mancha que formaban las hermanas frente a él. Era una lástima que ellas no pudieran verle. Y era incluso más deprimente que él no tuviera otra cosa que hacer que mirarlas a ellas y al lago y pensar en aquellas cosas.

La pequeña Shirley regresó a los dos días con un jabalí muerto atravesado por una suerte de estaca de madera. Nada más verlo, las dos hermanas se abalanzaron sobre el animal y comenzaron a devorarlo a mordiscos, clavando los dientes sobre su piel como si fueran anzuelos. En verdad parecían muy hambrientas y entusiasmadas. La carne del jabalí en sus bocas sabía dulce como miel, pero después de tragarla amargaba el pozo del estómago. El Espíritu del Vaquero, a pesar de hacer esfuerzos locos por relamerse y mostrarse conmovido por el momento, apenas pudo disfrutar de su correspondiente ración porque los espíritus no sentían el hambre de la misma forma que los humanos. Es más, no la sentían en absoluto.

Una vez concluido el banquete y mientras la pequeña Shirley echaba tierra con los pies sobre los restos, apenas distinguibles, del animal muerto, una de las hermanas Doris sorprendió a todos diciendo unas palabras. Y sus palabras fueron exactamente las siguientes:

-Muchas gracias por el detalle.

No eran unas grandes palabras después de varios años de silencio, pero fueron exactamente las que salieron de su boca.

La segunda hermana, que copiaba todo de la primera, se limitó a repetirlas.

Unas buenas palabras habrían sido:

-¡Qué hermosa lluvia!

Y también:

-Me muero por celebrar la danza de los pájaros.

Y por qué no:

-¡El mundo es un castillo!

Pero a menudo es imposible volver atrás y enmendar lo dicho.

Y además, hablemos claro: ni llovía, ni había pájaros, ni el mundo era un castillo. El mundo era, si acaso, un soldado cobarde que agachaba la mirada ante la certeza de un ataque nuclear.

La pequeña Shirley y la primera hermana Doris estuvieron largo rato hablando del libro de Carson McCullers, sentadas a la orilla del lago como en un pequeño picnic. La primera hermana Doris lo encontraba complejo y emocionante. La pequeña Shirley acabó por confesar que se había quedado dormida a la mitad de la página veinticuatro.

-¿Y es posible continuar leyendo un libro una vez dormida?

La pequeña Shirley respondió:

-Ajá.

Al poco rato, la segunda hermana Doris acudió a sentarse junto a ellas, pero no metió baza en la conversación por temor a parecer una ignorante. De pronto, la pequeña Shirley recordó que no les había presentado a su compañero de viaje, aquel que le había servido de apoyo y estímulo al atravesar los desolados parajes de Carlomagno. Ninguna de las dos hermanas Doris acertó a ver al Espíritu del Vaquero, precisamente porque era un espíritu y los espíritus acostumbran a ser invisibles para los mortales. Aunque quizá una no lo viera y la otra copiara no verlo. El Espíritu del Vaquero les estrechó las manos y las dos hermanas sintieron como un escalofrío helado entre sus falanges. Acto seguido comenzó a relatar la historia de un asalto a un campamento indio que hizo mucha risa a la pequeña. Pero para las dos hermanas fueron cuarenta minutos de silencio.

Como del jabalí apenas quedaron escasos restos nada aprovechables, las hermanas abrieron sus armarios y sacaron de ellos gran cantidad de verduras, jamón serrano, nueces, crema de cacahuete, melaza y cereales. Organizaron un caminito de velas como un huerto a la orilla del lago y desempolvaron una vieja guitarra que guardaban en un altillo de su dormitorio común. Como ninguna de las dos sabía tocar la guitarra, tuvieron que volver a guardarla tras la inevitable decepción. Pero el caso es que los cuatro nuevos amigos, únicos supervivientes del Nuevo Mundo, pasaron un más que agradable rato a la luz de las velas, mientras cenaban, con el murmullo del viento sobre el agua de fondo.

Una vez terminada la comida, la primera hermana Doris se tiró un cuesco.

La segunda hermana Doris intentó emularla, pero como fue incapaz, se puso colorada y todos se rieron de ella, lo que hizo que la situación aun más incómoda.

Entonces la segunda hermana Doris exclamó:

-¡Sois las peores personas del mundo!

Y todos rompieron a carcajadas, porque se trataba, en verdad, de una ocurrencia muy graciosa bajo esas circunstancias.


A la mañana siguiente, las hermanas Doris decidieron que era una buena idea explorar la zona. Dado que realmente no habían hecho otra cosa durante toda su vida que permanecer dentro de la cabaña devorando libros, o extasiadas ante las magníficas vistas del lago, a ambas las atenazaba un cierto miedo ante lo desconocido que iba parejo a la propia emoción de la aventura. La pequeña Shirley acogió la propuesta con contagioso entusiasmo, y la mayoría de sus pecas dibujaron en sus mejillas algo parecido a una cara sonriente, prima hermana de aquellas que adornaban las oes de sus antiguos cuadernos de caligrafía. A primera hora del día, el recién constituido equipo partió de expedición, dispuesto a encarar el peligro y a resolver aquel misterio que estaba empezando a resultar un incordio para su feliz período de supervivencia. De entre todas las cosas que aterraban a la pequeña Shirley, aquella que era capaz de arrebatarle más horas de sueño (y también la única que conseguía sumergirla en un llanto irremediable con su solo recuerdo) era un monstruo de tres cabezas, con una cresta pinchuda a lo largo de su interminable cuello y unas garras gruesas y duras como el mármol. El miedo más profundo de las hermanas Doris era muy otro: temían, sobre todo, encontrarse con más supervivientes. Ya habían tolerado a duras penas a la niña y los siguientes invitados no serían tan bien recibidos. Además, las provisiones empezaban a escasear, lo que a corto plazo podía constituir un verdadero problema. Así que, por su parte, las cartas estaban claras: si aparecía alguien más, lo acorralarían como a un animalillo y lo molerían a patadas hasta que sus labios escupieran sangre y dejara de respirar.

La noche anterior, la pequeña Shirley había soñado con que el mundo volvía a destruirse y que ella vagaba por el espacio como una lucecita en combinación blanca. En el sueño tenía mucha hambre, así que tomaba una estrella de las miles que había por allí y se la metía en la boca. La masticaba. Masticar una estrella es como masticar cristales. Desagradable. Enseguida se daba cuenta de que esa estrella era el centro de la vida de un lejano planeta. Luego comprobaba que el planeta se había quedado helado y que habían muerto millones de personas. ¡Era ella una asesina de masas a nivel universal, flotando entre cometas y galaxias! El planeta se veía como un polo de Frigo en medio de una enorme tela de color oscuro. Así que cogía el planeta y se lo metía en la boca, y lo lamía, no lo masticaba. En medio de esto se despertó, con la boca pastosa y la frente empapada. Tenía tanto pis que creía que su uretra de un momento a otro reventaría como un globo.


Ejemplos de frases divertidas para una camiseta:


Mi uretra es un globo

Mi rodilla es un generador de líquidos

El corazón es un cazador solitario


El grupo dio con una máquina de bebidas gaseosas, muy parecida a la que había encontrado la pequeña Shirley en su largo deambular por Carlomagno. Ya que ninguno tenía monedas, decidieron tumbarla a golpes para sacar todas las latas que casi con toda seguridad atesoraría en su interior. Se pasaron más de media hora para volcarla y, cuando lo consiguieron, las hermanas Doris se subieron encima y se pusieron a saltar con tanta fuerza que consiguieron hacer un buen boquete. Para sorpresa de todos, dentro de la máquina no había latas, sino:


  1. Un listado con una serie de ventajas, condiciones e inconvenientes sobre el Nuevo Mundo, exactamente igual al que hemos visto más arriba.


  1. Un ejemplar de Los siete minutos de Irving Wallace y otro ejemplar de Pregúntale a Alicia. Diario íntimo de una joven drogada.


  1. Una camiseta con la frase “La avaricia rompe el saco”.


  1. Una cajita rectangular y negra con un botón rojo que parecía un capuchón.


  1. Una caña semejante a una vara de medir.


  1. Un sobre amarillo con la etiqueta “A QUIEN PUEDA INTERESAR”.


La pequeña Shirley abrió el sobre y en su interior encontró una nota manuscrita. La nota decía que la cajita servía para destruir el mundo de nuevo. También decía algo sobre el listado de normas del Nuevo Mundo: dejaba claro que sólo eran orientaciones, que ellos se habían convertido en los auténticos responsables de la formulación de las nuevas leyes.


-Exacto. Porque nosotros somos los únicos supervivientes y también los nuevos dioses.

Pausa dramática. Repetir estribillo.

-Esto sólo puede significar que Dios, o quien quiera que haya escrito esta nota, está dispuesto a tomarse unas largas vacaciones.


N. del T.: La nota manuscrita tenía numerosas faltas de ortografía, a razón de cinco o seis por palabra.


-Yo quiero erradicar la guerra- dijo el Espíritu del Vaquero, pero nadie le hizo caso. Tal vez porque nadie alcanzara a entender el sentido del verbo “erradicar”.

Las primeras discusiones se centraron sobre el libro que sustituiría a la Biblia. Nadie parecía estar conforme con el escogido por quien-quiera-que-fuera-el-que-había-escrito-eso. La primera hermana Doris sugirió El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers. La segunda hermana Doris sugirió El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers. La pequeña Shirley, en cambio, prefería Gabriela clavo y canela de Jorge Amado.

-A mí me gusta Myra Breckenridge –dijo el Espíritu del Vaquero, pero nadie le hizo caso. Así que decidió que debía volver a la cabaña.

La pequeña Shirley y las hermanas Doris continuaron discutiendo durante un largo rato. Eran incapaces de ponerse de acuerdo. La primera hermana Doris consideraba que la expresión “rojo tirando a rosa” era fantástica. La pequeña Shirley consideraba que las fórmulas aritméticas eran una mamarrachada. Cuanto más hablaban, más lejano parecía el camino de la concordia. Así que en un determinado momento la primera hermana Doris echó mano de la cajita y pulsó el botón rojo. Nada más hacerlo, salió de la cajita una especie de pus blanquecino, que apestaba a leche rancia, y luego las tres pudieron escuchar:

-Pfff… Pfff…Pfff

Como cuando se deshincha una colchoneta.

Y a continuación el mundo se destruyó de nuevo. Pasaron cuatro horas y las tres volvieron exactamente a la misma posición. Como vieron que no sucedía nada, siguieron discutiendo a grito pelado.

El Espíritu del Vaquero volvió a la cabaña en soledad y se puso a fumar como un descosido. Puesto que era un espíritu, ni siquiera sentía el cosquilleo del humo por su garganta, pero necesitaba hacerlo de todos modos. La nueva destrucción del mundo lo cogió con el dedo en la nariz. A estas alturas ya le daba todo igual. No quería volver a saber nada de la pequeña Shirley; él se consideraba su amigo y ella le había traicionado. Se puso a pensar en lo que realmente significaba un nuevo mundo y sintió escalofríos. ¿Cómo es que nadie había reparado en lo terrorífico de sus implicaciones? La mayoría de la gente desconoce la incertidumbre que entraña la expresión “empezar de nuevo”. El Espíritu del Vaquero se imaginó cómo todas las cosas malas y desagradables iban desapareciendo y aquellos mismos escalofríos que antes le hacían cosquillas en las plantas de los pies comenzaron a escalar por sus tobillos. Apuró el último cigarro hasta quemarse el labio, pero era una quemazón de mentira, una quemazón de espíritu. Y le sobrevinieron retazos de su vida, a golpe de látigo. Recordó con que facilidad una decepción podía devenir en esperanza. Y el laberinto del relativismo al que ninguno era inmune. La facilidad para perderse en argumentos vanos, juegos de palabras, acertijos morales, a cambio de nada. No era él, sólo un hombre ante el filo acechante y curvo del vaso, o entre la sonrisa humosa del cigarro, la persona más adecuada para construir unos principios universales. En su lugar, podía urdir decenas de poemas sobre ciertas enfermedades, la armonía de las bombas estallando sobre los prados, cuerpos mutilados que sonríen al objetivo mientras sus miembros se descomponen… ¡El futuro era tan confuso y aquella radio no dejaba de gorgotear señales en su cabeza! El mundo volvería a desinflarse como un globo con forma de uretra y él tendría que regar los bosques de bombas, de enfermedades, de virus y de angustias. Y aquello sería tan insoportable, tan inhumano. Al salir de sus ojos, las lágrimas del Espíritu del Vaquero fueron hacia arriba, desafiando la ley de la gravedad y el resto de las leyes alguna vez escritas. Se perdieron en el espacio convirtiéndose en dos estrellas más, dos puntos evanescentes de corazón líquido, que alumbraron al Espíritu del Vaquero en su camino hacia el lago.

De esta manera, el Espíritu del Vaquero fue introduciendo su cuerpo en el lago, los tobillos, las rodillas, la cintura, sintiendo como aquellos escalofríos iban desapareciendo al contacto con el agua. Y así siguió sumergiendo el ombligo, el pecho y la barbilla. Una vez tuvo todo su cuerpo en remojo, volvió a llorar, y sus lágrimas volvieron a salir disparadas hacia arriba, desde la superficie espejeada del lago, como cohetes espaciales.

Mientras, las hermanas Doris y la pequeña Shirley seguían discutiendo. El entendimiento iba perdiéndose en el paisaje, como una islita conforme el barco se aleja de su orilla. Mientras hablaba, la pequeña Shirley volvió a sentir aquella fuerza sobrehumana en su interior, la oscuridad atenazando su cuerpo como una mano gigantesca de dedos gorditos. Su voz empezó a fallar, a quebrarse. Las hermanas Doris se preocuparon mucho; le dieron golpecitos en la espalda, le hicieron la respiración boca a boca, el tipo de remedios que se aplican, no sin desesperación, en esos casos. En el cielo, las estrellas nacían como lágrimas o como pecas en el rostro de un recién nacido.

En el centro del lago, el cadáver del Espíritu del Vaquero salía a flote, como la mano de un muerto viviente. Lucía una sonrisa de granuja bueno y un nuevo sombrero que no le sentaba del todo mal. Las palabras también surgían vacías, recortadas, de la boca de la niña, que no hacía más que toser y escupir rojo, al tiempo que las hermanas la zarandeaban para que recobrara el sentido. Alguien puso una música en alguna gramola. No se trataba de música fúnebre, sino de una melodía alegre y animada, como de feria. Era un momento emocionante. Aquello fue lo más parecido a un momento emocionante de todo el viaje.

La pequeña Shirley dejaba de respirar en los brazos de las hermanas Doris. El cielo se cubría de lágrimas como estrellas (o como pecas). Las dunas y las piscinas se resquebrajaban, las grietas comenzaban a adueñarse de las laderas con la melancolía furiosa de los asesinos de niños. Se ensombrecían los árboles, las alamedas de nubes, los amuletos. Las algas aprendían a estarse quietecitas.


Algunas nociones inexactas sobre el Apocalipsis:


-Mantener los brazos muy abiertos durante el tiempo que sea necesario, el pecho firme y henchido, como dispuesto a recibir una lluvia de balazos o el cuerpo de la persona amada. El fin del mundo viene a ser un momento intermedio entre una y otra cosa.


-Apretar los dientes, cerrar los ojos. Pensar en situaciones que transmitan calma y armonía: un beso, la declaración de la paz mundial, el contacto de una mejilla con la funda de la almohada. Y en cosas moderadamente agradables: unicornios, caballitos de mar, el color violeta, mantas eléctricas, bombones. De no poseer un concepto claro de estas imágenes, recurrir a la imagen de sus palabras.

-Evitar las convulsiones, los soliloquios, los chistes étnicos, las chifladuras…


-Intentar transcribir cada palabra y signo ortográfico con letra clara y mayúscula (no hinchada y redondísima, no letra de señorita), nunca a lápiz. Hay que pensar que una generación de supervivientes sucede a otra a la velocidad de un chasquido. Toda generación de supervivientes se cree la última, cuando no es más que un nuevo eslabón y un nuevo comienzo. Un punto intermedio entre el final y el principio. De todos modos, un auténtico superviviente deberá desconocer esta información. Un auténtico superviviente es algo así como un paleto o un creyente, y al mismo tiempo, debe poseer el cinismo de un escéptico.


-El fin del mundo es el momento más inadecuado para el perdón y el arrepentimiento. Se nos ha dejado toda una vida y todo un mundo para estos menesteres.

-El fin del mundo no ha de ser un momento agradable. Cualquier intento que el hombre realice para escapar de sí mismo conducirá irremediablemente a la locura. Los supervivientes han de estar bien organizados y ser laboriosos. Una banda de supervivientes vagos se dedicaría a dormir y a esperar la muerte. La tarea de los supervivientes es siempre inútil, pero rara vez deja de ser entretenida. Si nos cargamos el entretenimiento, destrozamos la vida. Y el mundo ha de destruirse por sí mismo.


-La frase “Era un momento emocionante” será repetida hasta la saciedad.


-Las lágrimas serán estrellas. Las estrellas serán luciérnagas. Las luciérnagas serán pecas. Las pecas serán árboles llenos de apetecibles frutos. El cadáver del Espíritu del Vaquero volverá a salir a flote justo en el momento de desprenderse de su alma. Y las algas seguirán tan contentas, celebrando seminarios místicos en las ciudades de agua.


-No es una buena idea recibir el fin del mundo mascando chicle ni hurgándose la nariz. Evítese a toda costa aunque sólo sea por cuestión de dignidad y estilo.


El cuerpo de la pequeña Shirley comenzó a elevarse, mientras tanto. En tierra firme, las hermanas Doris, arrodilladas y con las manos abrochadas, lloraban por ella, porque sabían que de una forma u otra acabarían extrañándola. Querían rezar, pero eran incapaces de recordar ninguna oración. La única oración que conocían era el silencio. Y no era una oración muy efectiva, aunque ambas supusieron que esta característica era algo que compartía con el grueso de las otras oraciones.

Los demonios de la pequeña Shirley se desprendían de su cuerpo y caían sobre la tierra a guisa de copos de nieve contaminada. Eran demonios verdes, rojos, amarillos, color turquesa, azules, color violeta, naranjas, y el mayor tenía el tamaño de una cabeza humana. El cuerpo de la pequeña iba deshinchándose, quedándose en los huesos. Una fina bruma con olor a caramelo quemado enturbiaba la atmósfera, y aquel hálito de muerte comenzó a helar los párpados y las mejillas, como si hubiera brotado de una grieta bajo los pies de los presentes. El cuerpo de la niña, prácticamente ya su funda de piel, continuaba elevándose hacia las nubes y las hermanas Doris se convertían, a su vez, en lo más parecido a una mancha de tinta en medio de la tierra y la arena. A lo lejos se escuchaba el sonido de siete trompetas. Era posible determinar con precisión que eran siete porque una de ellas desafinaba de una manera a todas luces intolerable.


El mundo participaba, de veras, de un momento emocionante.


Un coro de ángeles y coristas salió al encuentro del cuerpo de la minúscula mensajera. Los ángeles llevaban ligas negras y las coristas, unas hermosas alas blancas que surgían orgullosas de bajo sus omoplatos. Cada uno de los ángeles, y cada una de las coristas, traía consigo una copa que no era de cristal pero lo parecía. Las copas fueron derramándose una por una sobre las hermanas Doris. La primera llevaba vino; la segunda saliva; la tercera licor del polo; la cuarta, avena; la quinta, aguachirle; la sexta, cera derretida, y la última estaba vacía, así que no pudo derramarse. Un instante antes de entrar en contacto con el humo de las nubes, el cuerpo de la pequeña Shirley se prendió fuego como un bonzo. Las llamas parecían crestas alborotadas. Bajo aquella lluvia de almas, las hermanas Doris se abrazaron, a falta de una explicación para lo que estaba ocurriendo, y también a falta de algo mejor que hacer en un momento tan significativo. Hubo un estallido, un crujir de truenos, una lluvia de ranas y langostas y un terremoto. De todos estos fenómenos, el terremoto fue, de largo, lo más destacable. La cabaña de las hermanas Doris quedó reducida a cenizas, más aun, convertida en un montoncito de polvo que cabía en un puño cerrado. Una de las hermanas Doris besó a la otra en un párpado. El párpado hizo pfff y luego pfff al recibir el beso. Un beso que ascendió directo a las alturas para perderse primero en el violento aleteo de una bandada de gaviotas, y quedar incrustado, enseguida, en el ala izquierda de un águila real con un capirote de papel sobre los ojos.

Los besos rara vez miran hacia abajo mientras se elevan, y no piden disculpas cuando desaparecen, porque están acostumbrados a pasar entre nosotros como suspiros o fantasmas.


Nadie se molesta en escuchar la voz de un superviviente. Perdido en una ciudad desierta, reducida a escombros, deambula por los calles buscando una voz que le responda. Un pajarillo a quien cantar sus penas, un lagarto con el que pelearse por la atención de un cadáver. Los supervivientes acostumbran a ser, generalmente, familias mal avenidas. Cada uno de ellos quiere sobrevivir más que el otro, lo que conlleva una cierta incomodidad, en primer término, y su propio infierno, a partir de un punto indeterminado. Siempre ocurre que uno de los supervivientes pretende explicar al resto la diferencia entre sobrevivir y supervivir. Y casi en todas las ocasiones al menos un miembro de la nueva familia acaba suicidándose para llevar la contraria a la designación divina. Nadie sueña con sobrevivir. Lo más natural es querer morir con el resto, y no tener así que afrontar venideras responsabilidades.

Lamentablemente, la pequeña Shirley no puede despejar nuestras dudas. Su cuerpo se ha carbonizado porque a alguien se le fue la mano con el milagro de las llamas. La belleza siempre se cobra su precio y no hay aventura alucinante que no conlleve riesgos verdaderos. Los ángeles se echan la culpa unos a otros y las coristas, muy engalanadas ellas, prefieren mirar a otra parte y escurrir el bulto bajo las nubes. Desconfiemos del mito: el cielo también hace uso y abuso de sus becarios. Al menos la cabaña de las hermanas Doris podía caber en un puño cerrado; lo que quedaba de Shirley no era nada, un agujero en el interior de otro.

En la tierra, el Apocalipsis continuó repitiéndose, como un ciclo absurdo, sin necesidad de que nadie apretara al botón de la cajita negra. Las hermanas Doris llegaron a encontrarlo algo cansino, pero no tuvieron más remedio que resignarse. No se molestaron en construir un nuevo hogar: parecía como si dispusieran de todo el tiempo imaginable para hacerlo. Únicamente se sentaron delante del lago y esperaron la muerte. El tiempo que podía transcurrir hasta que murieran era una broma comparado con la historia del universo. Así que aguardaron el gran final, sin dirigirse la palabra. De vez en cuando echaban de menos a la pequeña Shirley, pero no decían nada. De vez en cuando llovían cajas con nuevas instrucciones del cielo, pero ellas no se molestaban en levantarse a recogerlas. De vez en cuando llamaban al teléfono, pero no le daban la menor importancia, puesto que ellas eran las únicas supervivientes. Los días se amontonaban. A sus espaldas el mundo iba naciendo y destruyéndose, a veces entre fogonazos y truenos, a veces con educación inglesa. A veces Dios empleaba efectos especiales de alta categoría, una artillería CGI espectacular; la mayoría de las veces se limitaba a apagar la luz como si el supremo hacedor fuera lo más parecido a una madre enfurruñada y responsable.

Y aquella agonía se prolongaba, aguardando el desenlace definitivo que nunca tenía lugar por completo. Pudiera ser, incluso, que no llegaran a morir, lo que las haría incluso más desgraciadas, pero nunca llegarían a darse cuenta del todo, lo que al mismo tiempo hacía más soportable la espera. Ante sus ojos arrugados y pequeños, el lago se convertía en un hilo de agua y más tarde en un montecito transparente. Las plagas caían sobre él como un chaparrón de carámbanos. Nada de lo que pasara las podría perturbar o sorprender. Tenían tanto tiempo que casi parecía demasiado poco. Un elástico y apacible infinito.


Pablo Vazquez.


Nociones del Apocalipsis pertenece a la antología Los malos consejos publicada por Libros Indie en 2020 y disponible en Amazon, FNAC y Casa del Libro.

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